martes, 27 de julio de 2010

EL VALOR DE LAS COSAS


“Vengo, maestro, porque me siento tan poca cosa que no tengo fuerzas para hacer nada. Me dicen que no sirvo, que no hago nada bien, que soy torpe y bastante tonto. ¿Cómo puedo mejorar? ¿Qué puedo hacer para que me valoren más?”
El maestro, sin mirarlo, le dijo:
-Cuánto lo siento muchacho, no puedo ayudarte, debo resolver primero mi propio problema. Quizás después…- y haciendo una pausa agregó: Si quisieras ayudarme tú a mí, yo podría resolver este tema con más rapidez y después tal vez te pueda ayudar.-E…encantado, maestro -titubeó el joven pero sintió que otra vez era desvalorizado y sus necesidades postergadas.-Bien-asintió el maestro.
Se quitó un anillo que llevaba en el dedo pequeño de la mano izquierda y dándoselo al muchacho, agregó- toma el caballo que está allí afuera y cabalga hasta el mercado. Debo vender este anillo porque tengo que pagar una deuda. Es necesario que obtengas por él la mayor suma posible, pero no aceptes menos de una moneda de oro. Vete ya y regresa con esa moneda lo más rápido que puedas.
El joven tomó el anillo y partió.
Apenas llegó, empezó a ofrecer el anillo a los mercaderes. Estos lo miraban con algún interés, hasta que el joven decía lo que pretendía por el anillo.Cuando el joven mencionaba la moneda de oro, algunos reían, otros le daban vuelta la cara y sólo un viejito fue tan amable como para tomarse la molestia de explicarle que una moneda de oro era muy valiosa para entregarla a cambio de un anillo. En afán de ayudar, alguien le ofreció una moneda de plata y un cacharro de cobre, pero el joven tenía instrucciones de no aceptar menos de una moneda de oro, y rechazó la oferta.Después de ofrecer su joya a toda persona que se cruzaba en el mercado -más de cien personas- y abatido por su fracaso, monto su caballo y regresó.
Cuánto hubiera deseado el joven tener él mismo esa moneda de oro. Podría entonces habérsela entregado al maestro para liberarlo de su preocupación y recibir entonces su consejo y ayuda.
Entró en la habitación.
-Maestro -dijo- lo siento, no es posible conseguir lo que me pediste. Quizás pudiera conseguir dos o tres monedas de plata, pero no creo que yo pueda engañar a nadie respecto del verdadero valor del anillo.-Qué importante lo que dijiste, joven amigo -contestó sonriente el maestro-. Debemos saber primero el verdadero valor del anillo. Vuelve a montar y vete al joyero. ¿Quién mejor que él, para saberlo? Dile que quisieras vender el anillo y pregúntale cuanto te da por él. Pero no importa lo que te ofrezca, no se lo vendas. Vuelve aquí con mi anillo.
El joven volvió a cabalgar.
El joyero examinó el anillo a la luz del candil, lo miró con su lupa, lo pesó y luego le dijo:-Dile al maestro, muchacho, que si lo quiere vender ya, no puedo darle más que 58 monedas de oro por su anillo.-¡¿58 monedas?!-exclamó el joven.-Sí -replicó el joyero- Yo sé que con tiempo podríamos obtener por él cerca de 70 monedas, pero no sé… si la venta es urgente…
El Joven corrió emocionado a casa del maestro a contarle lo sucedido.
-Siéntate -dijo el maestro después de escucharlo-. Tú eres como este anillo: una joya, valiosa y única. Y como tal, sólo puede evaluarte verdaderamente un experto. ¿Qué haces por la vida pretendiendo que cualquiera descubra tu verdadero valor?
Y diciendo esto, volvió a ponerse el anillo en el dedo pequeño de su mano izquierda.

OBSTÁCULOS


Voy andando por un sendero. Dejo que mis pies me lleven.
Mis ojos se posan en los árboles, en los pájaros, en las piedras. En el horizonte se recorta la silueta de una
ciudad. Agudizo la mirada para distinguirla bien. Siento que la ciudad me atrae.
Sin saber cómo, me doy
cuenta de que en esta ciudad puedo encontrar todo lo que deseo. Todas mis metas, mis objetivos y mis logros. Mis ambiciones y mis sueños están en esta ciudad. Lo que quiero conseguir, lo que necesito, lo que más me gustaría ser, aquello a lo cual aspiro, o que intento, por lo que trabajo, lo que siempre ambicioné, aquello que sería el mayor de mis éxitos.
Me imagino que todo eso está en esa ciudad. Sin dudar, empiezo a caminar hacia ella. A poco de andar, el sendero se hace cuesta arriba. Me canso un poco, pero no me importa.
Sigo. Diviso una sombra negra, más adelante, en el camino. Al acercarme, veo que una enorme zanja me impide mi paso. Temo… dudo.Me enoja que mi meta no pueda conseguirse
fácilmente. De todas maneras decido saltar la zanja. Retrocedo, tomo impulso y salto… Consigo pasarla. Me repongo y sigo caminando.
Unos metros más adelante, aparece otra zanja. Vuelvo a tomar carrera y también la salto. Corro hacia la ciudad: el
camino parece despejado. Me sorprende un abismo que detiene mi camino. Me detengo. Imposible saltarlo.
Veo que a un costado hay maderas, clavos y herramientas. Me doy cuenta de que está allí para construir un puente. Nunca he sido hábil con mis manos… Pienso en renunciar. Miro la meta que deseo… y resisto.
Empiezo a construir el puente. Pasan horas, o días, o meses. El puente está hecho. Emocionado, lo cruzo. Y al llegar al otro lado… descubro el muro. Un gigantesco muro frío y húmedo rodea la ciudad de mis sueños…
Me siento abatido… Busco la manera de esquivarlo. No hay caso. Debo escalarlo. La ciudad está tan cerca… No dejaré que el muro impida mi paso.
Me propongo trepar. Descanso unos minutos y tomo aire… De pronto veo, a un costado del camino un niño que me mira como si me conociera. Me sonríe con complicidad.
Me
recuerda a mí mismo… cuando era niño.
Quizás por eso, me animo a expresar en voz alta mi queja: -¿Por qué tantos obstáculos entre mi objetivo y yo?
El niño se encoge de hombros y me contesta: -¿Por qué me lo preguntas a mí?
Los obstáculos no estaban antes de que tú llegaras… Los obstáculos los trajiste tú.


Jorge Bucay

domingo, 18 de julio de 2010

UNA NOTICIA QUE SORPRENDE, de Roberto Fontanarrosa

La noticia, cuando menos, sorprende. En Paraná, provincia de Entre Ríos, una mujer, tras treinta años de matrimonio, des­cubrió que su marido era ciego.
¿Cómo podemos interpretar la conducta de esta señora, pre­gunto yo, cómo podemos interpretarla? Porque no estamos di­ciendo que ella descubrió que su marido no tenía visión, diga­mos, para los negocios, o no tenía visión para las grandes empresas, no. Ella descubrió, tras treinta años de matrimonio, que su marido no tenía visión en los ojos, que no veía nada, que era completamente ciego.
Se le preguntó a esta señora, le preguntaron los periodistas cuando la insólita noticia tuvo difusión, cómo era posible que no se hubiese dado cuenta antes. Y ella dijo: "Mi esposo tiene tantas falencias, tantas falencias tiene mi marido que, ésa, la de la ceguera, pasaba desapercibida".
Entonces usted, yo, nosotros, todos, nos preguntamos... ¿No notó doña Asunta -porque así se llama la mujer en cues­tión- durante una convivencia de tres décadas, que su mari­do no veía? Ella se defendió diciendo que sí, que lo había notado. Que a veces observaba a su marido vacilante, al parecer indeciso. Pero como su marido lo era siempre para tomar de­terminaciones, para resolver qué ropa ponerse o incluso para decidir qué deseaba comer, a ella aquello no le pareció sorprendente.
Paso a leerles, ahora, algunos párrafos de las declaraciones de esta señora de Paraná a diarios de Buenos Aires que acu­dieron a entrevistarla.
"Yo notaba que mi José leía poco, es cierto, pero yo tampo­co soy una intelectual. Puedo leer alguna revista vieja, algún diario o las efemérides de los calendarios, pero no es la lectura una cosa que hagamos muy a menudo en mi casa."
Vamos percibiendo, entonces, mis amigas -y algunos ami­gos que advierto por allí, especialmente en las filas del fondo-, cómo esta anécdota francamente extraña que traigo hoy a co­lación se entronca, se contacta, se enclava -en el tema de mi charla "La incomunicación en la pareja moderna". Y surge la pregunta, la curiosidad, la requisitoria... ¿Quién es más ciego en este caso? ¿El marido de la señora Asunta -José- con su fal­ta de visión congénita o la misma señora Asunta, que no supo, o no pudo, o no quiso, enterarse de la anomalía de su esposo?
Veamos este otro dato, francamente notable, que nos entre­ga la prensa: "La señora Asunta -remarca el diario 'El Impre­so' de Nogoyá- no sospechó ni siquiera cuando su marido, pa­ra empezar a concurrir a un gimnasio de la zona, le solicitó la compañía de un perro".
Acá hay una situación concreta. Este hombre austero, poco comunicativo, parco, acostumbrado a no pedir demasiadas co­sas, rompe por fin con su austeridad y solicita algo: un animal, un perro. Recordemos que José, el marido, no trabajaba. Esta­ba ya jubilado de su oficio de relojero, que había ejercido du­rante cuarenta años ayudado solamente por su sentido del tac­to. Y era Asunta la que salía para hacer las compras, pagar los impuestos y visitar a su familia.
"Debo reconocer -dice la señora en este otro recorte de dia­rio- que no me cayó muy bien el pedido de mi esposo. Era co­mo decirme que no le alcanzaba con mi compañía. Era intro­ducir entre nosotros dos, que siempre habíamos vivido solos, que no habíamos querido tener hijos para no dispersar nuestro cariño y que, además, vivimos con un presupuesto muy ajustado, un elemento nuevo, desconocido, costoso y, además, no humano, porque se trataba de un animal."
Es clásica esta situación, queridos amigos: la de la pareja cerrada, simbiótica, en la que no se sabe dónde termina uno de los componentes y dónde comienza el otro. Como también es clásica en estos casos la aparición del temor a que un elemento externo, como el perro, altere la relación. He hablado de esto en mi charla anterior, "La interferencia de Perico", donde toqué el caso de esa pareja venezolana madura que ve destruida toda su intimidad tras la compra de un loro. Recordarán quienes con­currieron a este mismo auditorio a fines de enero que el loro co­menzó a memorizar cortas frases que escuchaba de labios del esposo las pocas veces en que éste estaba solo, y las repetía lue­go frente a la esposa cuando ella llegaba.
Ahora repito yo como un loro, y perdonen el mal chiste, que la pareja de Asunta y José era una pareja simbiótica. Simbió­tica al punto que él suele usar polleras de ella y que ella luce en estas fotografías una sombra de bigote, un bozo, como se de­cía antes, una pelusa grisácea sobre el labio superior. En el marido puede disculparse la confusión, dado que no nos resul­ta difícil imaginarlo tanteando dentro del ropero en busca de su vestuario y sacando al azar una prenda cualquiera. Incluso el tacto más adiestrado puede confundir un cuello de piel de nutria con una corbata de fieltro. O, prestemos atención, un cuello de piel de nutria con un perro lazarillo vivo y coleando.
¿Qué respondía la señora Asunta ante esta particular for­ma de vestirse de su marido? "Mi José sale poco -declara acá-y no era raro que se paseara por el patio con un batón que era de mi madre. Un batón muy lindo, marroncito con pintitas blancas. Por eso tampoco me resultaba demasiado raro verlo en polleras."
"¿No pensó que su marido podía tener tendencias un tanto raras?", -le pregunta el periodista, que trabajaba, sin duda, pa­ra un medio con tendencia al escándalo. "No me pregunte esas cosas", responde ella. Vemos la negativa, el rechazo, el temor ante la intromisión ajena en una pareja blindada. El marido de Asunta entonces solicita un perro, pero no un perro común y silvestre sino un perro lazarillo, un perro adiestrado para conducir no videntes.
Asunta está ajena al mundo animal. Piensa que un perro lazarillo es de una raza determinada, como los perros labrado­res o los perros ovejeros. Y no lo compra sin antes preguntarle a su esposo: "¿Quién habrá de cuidarlo, quién lo sacará a pa­sear, quién limpiará todo lo que ensucie?". "Él me sacará a pa­sear", fue la contestación de José. Y ella no entendió el sentido de la respuesta. Como, al parecer, no entendía un montón de otras cosas.
"Me preguntaba —cuentan que decía doña Asunta— por qué mi marido usaba lentes negros durante la noche, cuando no hay sol ni tanta luz desde los focos de cuarzo de la avenida." Y él tampoco le explicaba nada, le decía que era moda, que esos lentes se los había regalado su padre, que se sentía desnudo sin ellos. Adviertan ustedes la situación. Cómo se va notando que, paso a paso, se debía hacer más evidente ante los ojos de Asunta la condición lamentable de su marido, pero ella se ne­gaba a verla. ¡Ella, que sí podía ver!
Al parecer, en los últimos tiempos, José comenzó a animar­se a salir a la calle conducido por su perro. Ya la simbiosis de la cual les hablaba se iba tornando más y más aguda. Mientras José se vestía casi íntegramente de mujer, Asunta dejaba cre­cer su bigote enormemente, lucía pantalones e incluso cubría el pelo corto de su cabeza con un sombrero de fieltro de su ma­rido, el clásico funyi. Y poco ayudaba a José usar tacones altos, que elegía, uno supone, aturdido por su falta de visión. Se torcía los tobillos, cayendo con facilidad de bruces sobre el animal, que más de una vez lo mordió, ya que era un perro cualquiera, sin adiestramiento alguno. La señora Asunta luego reconoció que no había conseguido uno de esos lazarillos en el negocio del barrio que vendía mascotas y le compró un dálmata ya crecido, segura de que su marido no iba a protestar porque casi siempre se conformaba con todo lo que ella le com­praba. Oigan lo que dice Asunta en esta parte del reportaje: "Una vez le compré a mi José una bufanda verde cuando él me había pedido una gris. Pero la aceptó tranquilamente y sin protestar. Él es así. Se adapta a todo".
En muchas ocasiones José volvió a su casa golpeado y tu­mefacto, ya que el dálmata lo hacía caer y lo arrastraba por la vereda varias cuadras. Pero ese hombre siempre se negó a que lo ayudaran a levantarse porque era muy orgulloso. De un or­gullo casi lindante con la tontería, según un vecino. "No acep­taba ni que le prestaran una taza de azúcar -declara este mis­mo vecino—. Prefería tomar el café amargo antes que pedirnos azúcar a nosotros."
Podrán apreciar ustedes que Asunta y José nunca quisie­ron, pudieron o se atrevieron a hablar de sus problemas más íntimos, a preguntarse cuáles eran sus temores, sus limitacio­nes, sus problemas. "Éramos la clásica pareja de otros tiempos —contó doña Asunta a un programa de televisión por cable-, concertada por nuestros padres. A mí me habían dicho que mi José era un buen partido, y a él le habían dicho que yo era una chica atractiva."
¿Y cómo termina esta historia, mis amigas, que nos deja tantas enseñanzas y sobre la cual cada una de ustedes, cada uno de ustedes, reflexionará largamente en sus casas? Asunta des­cubre la ceguera de su marido. ¿Y cómo la descubre? Muy sim­ple... Un día le pide que le alcance el salero y él le alcanza un si­fón de soda. Un gesto simple, chiquito, doméstico, pero que, al parecer, rebalsa el vaso. Tal vez por la presión misma del sifón. "José, vos sos ciego", le dice Asunta. Y José no puede menos que aceptar esa realidad tan dura.
Amigas, amigos, atrevámonos a mirar de frente nuestra realidad, observemos un poco más detenidamente a la persona que tenemos más cerca. Usted, señora, usted, señor, gire su ca­beza y contemple al semejante que está sentado en la butaca, a su lado, estudie esos rasgos, esa mirada y aprenderá a comprender un poco mejor las cosas de la vida. Aunque cueste, aun­que duela, aunque espante. Es sólo una aventura en busca de la verdad.
La dura verdad que encontró un día la señora Asunta, a quien su marido abandonó tres días después del descubrimien­to de su ceguera. Leamos las palabras de la desolada señora ante el abandono, tanto de su marido como del perro dálmata, al pie de la foto donde se la ve fumando, con el pelo cortito, el bigote ya cano y luciendo una corbata a lunares grandes.
"Mi José es muy orgulloso -dice ella- y no podía soportar la idea de que yo permaneciera al lado de él sólo por lástima, por piedad, o por darme pena. Todavía me parece verlo, yéndose de casa, con la capelina que era de mi tía Fina y ese trajecito sas­tre que a mí me quedaba muy bien y que, ya al final, él usaba tanto que ni me importaba que se lo llevara."
Reflexionemos, mis amigas, mis amigos, sobre este caso de una pareja tan simbiótica que él era ciego y ella no veía. Y nos encontraremos en mi próxima charla de fines de junio, en esta misma sala, con el tema "La comida casera tras la caída del Muro".
Roberto Fontanarrosa

miércoles, 14 de julio de 2010

EL LABERINTO

Jorge había escrito un cuento.
Porque yo se lo pedí, porque él tenía ganas o por ambas cosas, lo compartió conmigo.
Siempre le habían gustado los enigmas...
Desde chico se había desafiado a sí mismo en cuanto crucigrama, acertijo, laberinto, criptograma y problema de ingenio se le había presentado.
Con mayor o menor éxito, había usado gran parte de su vida y de su cerebro en resolver problemas que otros habían inventado. Por supuesto que no era infalible, pasaron por sus manos muchos acertijos que eran demasiado complicados para él.
Frente a ellos, Joroska había repetido una secuencia casi ritual: los miraba un rato largo y definía de un vistazo, como experto que era, si este problema pertenecía o no al grupo de los insolubles.
Si su mirada confirmaba que lo era, Joroska tomaba aire y de todas maneras se abocaba a la resolución.
Comenzaba entonces la etapa de la frustración por psicologizar el análisis del ritual.
Aparecían las preguntas imposibles, los caminos cerrados, los símbolos intrincados, las palabras desconocidas, los planteos imprevisibles.
Joroska había descubierto hacía tiempo su actitud exitista frente a la vida.
¿Sería por eso que estos enigmas empezaban a aburrirlo?
El caso es que poco tiempo después de la tentativa, se aburría cósmicamente y abandonaba el problema, criticando en el fondo de su subconsciente al estúpido “hacedor” de problemas que ni él podía resolver....Creo que fue debido a que también se aburría con los planteos demasiado fáciles, que llegó a la conclusión de que hay un enigma a la medida de cada “resolvedor”, y sólo él mismo puede saber cuál es su medida.
Lo ideal sería crear los propios acertijos a la propia medida, se dijo. Pero inmediatamente se dio cuenta de que eso haría perder interés al enigma mismo. El creador tendría la solución a medida que planteaba el problema.
Un poco jugando y un poco animado por la idea de ayudar a otros que, como él, quisieran resolver estos enigmas, comenzó a crear dilemas, juegos de palabras, de números, problemas de lógica y planteos de pensamiento abstracto...
Pero su gran obra fue la construcción del laberinto.
En el fondo de su enorme casa, empezó, los días de solcito y paz, a levantar paredes, ladrillo por ladrillo, para armar a escala natural un enorme laberinto.
Pasaron años. Todos sus acertijos eran compartidos con amigos, revistas especializadas y algunas últimas páginas de diarios. Pero el laberinto no se publicaba ni se trasladaba; el laberinto crecía y crecía en el fondo de la casa.
Joroska lo complicaba más y más. Casi sin darse cuenta, el intrincado laberinto tenía cada vez más caminos sin salida.
La construcción se transformó en parte de su vida. No había día en que Joroska no agregara algún ladrillo, tapiara una salida o prolongara una curva para hacer más difícil su recorrido.
¿Cuándo fue? Diría yo que alrededor de veinte años después.
El fondo de su casa no alcanzaba para seguir construyendo y entonces el laberinto empezó, casi naturalmente, a incluirse en su propia casa.
Para ir del dormitorio al baño, había que dar 8 pasos al frente, girar a la izquierda, dar 6 pasos, luego a la derecha, bajar 3 escalones, caminar 5 pasos, doblar otra vez a la derecha, saltar un obstáculo y abrir una puerta...
Para ir a la terraza había que inclinar el cuerpo sobre la pared izquierda, rodar unos metros y subir por una escalera de soga hasta el piso alto....Así, poco a poco, su casa se fue transformando en un gran laberinto, de tamaño natural.
Al principio, esto lo llenó de satisfacción. Era divertido transitar esos pasillos que lo conducían también a él, a veces, a rutas sin salida (era imposible recordar todos los caminos en la memoria).
Era un laberinto a su medida.
A su medida.
Desde entonces Joroska invitó mucha gente a su casa, a su laberinto; pero aun los más interesados terminaban, como él en otros acertijos, aburriéndose.
Joroska se ofrecía a guiarlos por su casa, pero la gente después de un rato decidía irse. Palabras más o palabras menos, todos le decían lo mismo:
—¡No se puede vivir así!
Finalmente Joroska no aguantó su eterna soledad y se mudó a una casa sin laberintos, donde pudo recibir sin problemas a la gente.
Sin embargo cada vez que conocía a alguien que le parecía lúcido, lo llevaba a su verdadero lugar.
Como hacía aquel niño aviador de El principito con sus dibujos de las boas cerradas y las boas abiertas, así Joroska abría su laberinto para los que le parecían merecedores de tal “distinción”.
Joroska nunca encontró a nadie que quisiera vivir con él en ese lugar.

viernes, 2 de julio de 2010

EL PORTERO DEL PROSTÍBULO

No había en aquel pueblo un oficio peor visto y peor pagado que el de portero del prostíbulo... Pero, ¿qué otra cosa podía hacer aquel hombre? De hecho, nunca había aprendido a leer ni a escribir, no tenía ninguna otra actividad ni oficio. En realidad, era su puesto porque su padre había sido el portero de ese prostíbulo antes que él, y antes que él, el padre de su padre. Durante décadas, el prostíbulo había pasado de padres a hijos y la portería también.Un día, el viejo propietario murió y un joven con inquietudes, creativo y emprendedor, se hizo cargo del prostíbulo. El joven decidió modernizar el negocio. Modificó las habitaciones y después citó al personal para darles nuevas instrucciones. Al portero le dijo: -A partir de hoy, usted, además de estar en la puerta, me va a preparar un informe semanal. Allí anotará la cantidad de parejas que entran cada día. A una de cada cinco, les preguntará cómo fueron atendidas y qué corregirían del lugar. Y una vez por semana, me presentará ese informe con los comentarios que usted crea convenientes.El hombre tembló. Nunca le había faltado predisposición para trabajar, pero...-Me encantaría satisfacerle, señor -balbuceó-, pero yo... no sé leer ni escribir.-¡Ah! ¡Cuánto lo siento! Como usted comprenderá, yo no puedo pagar a otra persona para que haga esto y tampoco puedo esperar a que usted aprenda a escribir, por lo tanto...-Pero, señor, usted no me puede despedir. He trabajado en esto toda mi vida, al igual que mi padre y mi abuelo...No lo dejó terminar. -Mire, yo lo comprendo, pero no puedo hacer nada por usted. Lógicamente le daremos una indemnización, es decir, una cantidad de dinero para que pueda subsistir hasta que encuentre otro trabajo. Así que lo siento. Que tenga suerte.Y, sin más, dio media vuelta y se fue. El hombre sintió que el mundo se derrumbaba. Nunca había pensado que podría llegar a encontrarse en esa situación. Llegó a su casa, desocupado por primera vez en su vida. ¿Qué podía hacer? Entonces recordó que a veces, en el prostíbulo, cuando se rompía una cama o se estropeaba la pata de un armario, se las ingeniaba para hacer un arreglo sencillo y provisional con un martillo y unos clavos. Pensó que esta podía ser una ocupación transitoria hasta que alguien le ofreciera un empleo. Buscó por toda la casa las herramientas que necesitaba, y sólo encontró unos clavos oxidados y una tenaza mellada. Tenía que comprar una caja de herramientas completa y, para eso, usaría una parte del dinero que había recibido. En la esquina de su casa se enteró de que en su pueblo no había ninguna ferretería, y que tendría que viajar dos días en mula para ir al pueblo más cercano a realizar la compra. -¿Qué más da?, -pensó. Y emprendió la marcha.A su regreso, llevaba una hermosa y completa caja de herramientas. No había terminado de quitarse las botas cuando llamaron a la puerta de su casa; era su vecino.-Venía a preguntarle si no tendría un martillo que prestarme.-Mire, sí, lo acabo de comprar pero lo necesito para trabajar. Como me he quedado sin empleo...-Bueno, pero yo se lo devolvería mañana muy temprano.-Está bien.A la mañana siguiente, tal como había prometido, el vecino llamó a su puerta.-Mire, todavía necesito el martillo. ¿Por qué no me lo vende?-No, yo lo necesito para trabajar y, además, la ferretería está a dos días de mula.-Hagamos un trato -dijo el vecino. -Yo le pagaré a usted los dos días de ida y los dos de vuelta, más el precio del martillo. Total, usted está sin trabajo. ¿Qué le parece?Realmente, esto le daba trabajo durante cuatro días... Aceptó.A su regreso, otro vecino lo esperaba a la puerta de su casa.-Hola, vecino. ¿Usted le vendió un martillo a nuestro amigo?-Sí...-Yo necesito unas herramientas. Estoy dispuesto a pagarle sus cuatro días de viaje y una pequeña ganancia por cada una de ellas. Ya sabe: no todos disponemos de cuatro días para hacer nuestras compras.El ex-portero abrió su caja de herramientas y su vecino eligió una pinza, un destornillador, un martillo y un cincel. Le pagó y se fue.-No todos disponemos de cuatro días para hacer nuestras compras..., -recordaba.Si esto era cierto, mucha gente podría necesitar que él viajara para traer herramientas. En el siguiente viaje decidió que arriesgaría algo del dinero de la indemnización trayendo más herramientas de las que había vendido. De paso, podría ahorrar tiempo en viajes.Empezó a correrse la voz por el barrio y muchos vecinos decidieron dejar de viajar para hacer sus compras. Una vez por semana, el ahora vendedor de herramientas viajaba y compraba lo que necesitaban sus clientes. Pronto se dio cuenta de que si encontraba un lugar donde almacenar las herramientas, podía ahorrar más viajes y ganar más dinero. Así que alquiló un local. Después amplió la entrada del almacén y unas semanas más tarde añadió un escaparate, de manera que el local se transformó en la primera ferretería del pueblo. Todos estaban contentos y compraban en su tienda. Ya no tenía que viajar, porque la ferretería del pueblo vecino le enviaba sus pedidos: era un buen cliente. Con el tiempo, todos los compradores de pueblos pequeños más alejados prefirieron comprar en su ferretería y ahorrar dos días de viaje. Un día, se le ocurrió que su amigo, el tornero, podía fabricar para él las cabezas de los martillos. Y después... ¿Por qué no? También las tenazas, las pinzas y los cinceles. Después vinieron los clavos y los tornillos... Para no alargar demasiado el cuento, te diré que en diez años aquel hombre se convirtió en un millonario fabricante de herramientas, a base de honestidad y trabajo. Y acabó siendo el empresario más poderoso de la región. Tan poderoso era que, un día, con motivo del inicio del año escolar, decidió donar a su pueblo una escuela. -Además de leer y escribir, allí se enseñarían las artes y los oficios más prácticos de la época, -pensó.El alcalde organizó una gran fiesta de inauguración de la escuela y una importante cena de homenaje para su fundador. A los postres, el alcalde le entregó las llaves de la ciudad y abrazándole le dijo:-Es con gran orgullo y gratitud que le pedimos que nos conceda el honor de poner su firma en la primera página del libro de honor de la escuela.-El honor sería para mí, -dijo el hombre, -pero no se leer ni escribir. Soy analfabeto.-¿Usted? – dijo el alcalde, que no acababa de creerlo- ¿Usted no sabe leer ni escribir? ¿Usted construyó un imperio industrial sin saber leer ni escribir? Estoy asombrado. Me pregunto qué hubiera hecho si hubiera sabido leer y escribir.-Yo se lo puedo decir, -respondió el hombre con calma. –Si yo hubiera sabido leer y escribir... ¡sería el portero del prostíbulo!

LA VASIJA AGRIETADA

Un cargador de agua de la India tenía dos grandes vasijas que colgaban a los extremos de un palo y que llevaba encima de los hombros. Una de las vasijas tenía varias grietas, mientras que la otra era perfecta y conservaba toda el agua al final del largo camino a pie, desde el arroyo hasta la casa de su patrón, pero cuando llegaba, la vasija rota sólo tenía la mitad del agua.Durante dos años completos esto fue así diariamente, desde luego la vasija perfecta estaba muy orgullosa de sus logros, pues se sabía perfecta para los fines para los que fue creada. Pero la pobre vasija agrietada estaba muy avergonzada de su propia imperfección y se sentía miserable porque solo podía hacer la mitad de todo lo que se suponía que era su obligación.Después de dos años, la tinaja quebrada le habló al aguador diciéndole: -”Estoy avergonzada y me quiero disculpar contigo porque debido a mis grietas sólo puedes entregar la mitad de mi carga y sólo obtienes la mitad del valor que deberías recibir.”El aguador apesadumbrado, le dijo compasivamente: -”Cuando regresemos a la casa quiero que notes las bellísimas flores que crecen a lo largo del camino.” Así lo hizo la tinaja. Y en efecto vio muchísimas flores hermosas a lo largo del trayecto, pero de todos modos se sintió apenada porque al final, sólo quedaba dentro de sí la mitad del agua que debía llevar.El aguador le dijo entonces -”Te diste cuenta de que las flores sólo crecen en tu lado del camino? Siempre he sabido de tus grietas y quise sacar el lado positivo de ello. Sembré semillas de flores a todo lo largo del camino por donde vas y todos los días las has regado y por dos años yo he podido recoger estas flores para decorar el altar de mi Madre. Si no fueras exactamente como eres, con todo y tus defectos, no hubiera sido posible crear esta belleza.”Cada uno de nosotros tiene sus propias grietas. Todos somos vasijas agrietadas, pero debemos saber que siempre existe la posibilidad de aprovechar las grietas para obtener buenos resultados. Uno no deja de reír por hacerse viejo, se hace uno viejo por dejar de reír.

jueves, 1 de julio de 2010

EL HOMBRE DE LAS CAJAS

Yo pasaba todos los días por aquél lugar, camino del trabajo y al atardecer, cuando mi monótona jornada laboral tocaba a su fin. Al principio, ni siquiera me di cuenta de que estaba ahí; lo ví sin verlo del todo, como solemos hacer la mayoría de las personas apresuradas que caminamos pendientes de un horario, con la mente fija en las preocupaciones diarias o en asuntos relacionados con el trabajo, sin darnos cuenta apenas de lo que está sucediendo a nuestro alrededor; sin importarnos si una extraña nube, redonda y brillante, se forma aislada en un cielo por lo demás despejado, en ese momento, en ese lugar, mientras una niña en una bicicleta cruza velozmente la carretera; mientras recordamos, sin saber porqué, la letra de una canción que canturreamos un instante sin ser conscientes de ello... Todo eso, en definitiva, que hace que un momento determinado sea único y especial y eche por tierra las absurdas ideas de eternos retornos que sólo pueden tener lugar en las vidas de aquellos para quienes no existen los pequeños detalles que hacen que cada día sea diferente a los demás, a pesar de estar saturado de la misma aburrida rutina.
Así pues, como iba diciendo, yo pasaba delante de aquel hombre dos veces al día sin prestarle la más mínima atención, hasta que una mañana escuché un estruendo que me hizo volver la cabeza hacia el lugar en el que se encontraba. Se trataba de un hombre alto, de aspecto atlético, con el pelo muy corto, vestido con un traje de chaqueta y una gabardina. Sus ropas habían sido alguna vez de calidad, pero al verlo se notaba que las había llevado puestas durante meses, o incluso años. A pesar de eso su apariencia era pulcra y aseada. Gritaba y gesticulaba increpando a unos peatones y diciéndoles que no volvieran a atreverse a poner un pie en su territorio y, mucho menos a tocar sus cajas.
- Estas son mis cajas - decía señalando unas viejas cajas de cartón vacías que había apilado ordenadamente en una esquina - y este es mi territorio - entonces señalaba un pequeño trozo de la acera -, y nadie pone un pie aquí ni toca mis cajas ni las mueve un solo centímetro, porque yo y sólo yo decido cómo se hacen las cosas en mi territorio.
Tras observar divertida aquella escena continué mi camino sin darle la más mínima importancia. Pero algo cambió a partir de ese momento. Durante los días sucesivos, cuando volvía a pasar junto a él, no podía dejar de sentir curiosidad y lo observaba atentamente tratando de entender qué se escondía detrás de esa extraña conducta, a la que desde el primer momento puse la etiqueta de locura. Por supuesto, este simple hecho de etiquetar un comportamiento con un nombre concreto sirve, la mayoría de las veces, para poder seguir ignorándolo y no perder el tiempo en tratar de entenderlo, pues no tenemos más que echar mano del estereotipo para responder a todas las posibles preguntas gastando un mínimo de nuestra energía cerebral pensante.
Sin embargo, aquél hombre extravagante despertó mi curiosidad dormida (casi extinguida) y en una refrescante vuelta a la infancia, me dediqué a espiar su comportamiento dispuesta a llegar a alguna conclusión; decidida, incluso, conforme mi curiosidad y mi entusiasmo se incrementaban, a hacer algunas preguntas a los vecinos y puede que también al propio sujeto de mi experimento, el hombre de las cajas, como decidí llamarlo.
Entonces ocurrió algo imprevisto; un suceso que me llenó de desilusión, apagó mi entusiasmo y me devolvió de lleno y cruelmente al mundo de los adultos de curiosidad empantanada: un nuevo directivo vino a sustituir a la persona que ocupaba su puesto hasta el momento. Lo primero que hizo tras sólo un par de semanas de trabajo y después de revisar unos informes que había pedido, fue convocar una reunión. Acudimos a ella no sin cierto temor, debido a su carácter de urgencia, que nos hacía pensar que algo no marchaba como debía. Y efectivamente, el directivo estaba enfadado.
- Esta es mi área de trabajo - dijo - y aquí soy yo quien dicta las normas y quien dice cómo tienen que hacerse las cosas, tanto las más importantes como las más insignificantes, ¿queda claro?
Supongo que no hace falta que diga que era un hombre alto, de aspecto atlético, con el pelo muy corto, un traje de chaqueta y una gabardina que había colgado en la percha al entrar. Todo muy nuevo, por supuesto.
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